En mi afán de escapar de la ciudad, de mi ex pareja y de mis recuerdos, emprendí un viaje junto a mi padre en dirección a Quito. El 20 de octubre nos instalamos en Ambato, alquilamos una habitación en un hotel relativamente económico y nada más. En tal estado de aburrimiento tan solo atiné a encender Tinder y ver que era aquello que la ciudad y sus alrededores me ofrecía. Así conocí al ilustrador. La historia del ilustrador es corta, de algún modo él siempre lo supo y quiso advertirme de aquello. Pero yo siempre me creí menos insensible y más abierto a generar enlaces afectivos que el resto de los hombres homosexuales. Pero, parafraseando a mi profesor de filosofía del teatro, la idea de que nos conocemos a nosotros mismos es una mera ilusión. Con esto quiero decir que, en resumidas cuentas, la historia del ilustrador es bastante corta.

A diferencia de lo que imaginé en un principio, el ilustrador vive en Guayaquil. Sigo sin entender hasta el día de hoy cómo llegó a aparecer en mi radar estando a más de 200 km de mi ciudad natal. Aún más extraño es el hecho de que vive relativamente cerca de mi casa, tan solo una parada más adelante de mi estación habitual de la Metrovia. No me sorprendería que alguna vez hayamos compartido un articulado, pero esa probabilidad es aplicable a cualquier otro ciudadano que tome la misma ruta. En cualquier caso, se volvió mi distracción durante aquel viaje, que al contrario de lo que planifiqué, solo me hizo pensar más en el escapista y a pesar de estar acompañado por alguien, me sentía insoportablemente solo. Lo agregué a Whatsapp y empezamos a conversar. Me emocioné en un primer momento porque, a diferencia del chelista, la conversación fluía y era interesante. Sin embargo algo me incomodaba. Sospechosamente, mientras más cosas descubría que teníamos en común, menos llamativo se volvía para mi. Como si de repente aquellas cosas ya no significaran nada.

¿Por qué es corta la historia del ilustrador? Bueno, quizás porque después de nuestra primera y única cita hice lo posible por nunca más volverlo a ver. Descubrí en él un defecto muy mío: la apropiación del patetismo como un mecanismo de defensa. En otras palabras, siempre anteponía sus defectos frente a sus virtudes, cómo si aquello fuera a impedir que otras personas puedan lastimarlo. Descubrí que tanto hablar, como estar con él, era como escuchar una canción triste una y otra vez. Pero lo peor fue sentirme una canción tan triste como él. Y con mi tristeza me bastaba. Era como estar frente a un espejo y sólo ver lo peor de mi. Nos vimos un par de días después de mi regreso a Guayaquil. No tuvimos una salida muy emocionante, lo espere veinte minutos afuera de un supermercado en nuestro sector de la ciudad, luego conversamos en un KFC y finalmente caminamos hasta la Pradera 2 para comer unas hamburguesas de $1,50. Ahí aprovechó para hablarme más de su trabajo en la agencia, de su familia, de sus gustos, de sus viajes, de sus parejas. Habló tanto que no sentí la necesidad de seguir hablando con él. Y en el fondo lo único que me preocupaba era que la carne molida de la hamburguesa me haga mal al estómago.

Conversando luego por WhatsApp me dijo que le gusté y que quería conocerme más. Eso me hizo sentir como si nuestro encuentro haya sido un capítulo de Next en donde él decidía si quería quedarse conmigo. Yo, que cada día perdía más de mi humor y mi paciencia, me hice el tonto y dejé de responder de a poco sus mensajes. Supongo que en ese momento decir simplemente que no nunca se me pasó por la cabeza. El 9 de noviembre fue nuestra última conversación real. Para el 10 me invitó a salir otra vez, pero no sucedió. El 11 me preguntó si tenía una corona de flores, yo le ofrecí una corona de attachés dorados, pero nunca la vino a ver (y tampoco le di mi dirección). El 14 y el 23 me envió saludos y yo respondí con monosílabos. El 4 de diciembre me dijo que tenía una bonita foto y el 11 de ese mismo mes fue igual. Después de agradecerle por eso último nunca más volvió a escribir.

El ilustrador tenía razón, al final terminé alejándome de él, o él terminó alejándose de mi, cómo me lo anticipó de manera muy pesimista en nuestra primera conversación. Desde entonces me lo supo decir todo, pero yo no supe entender. Él era consciente de la simplificación de las relaciones sociales a través de las redes, es decir, de la facilidad de desechar a una persona para tomar a la siguiente y repetir el proceso las veces necesarias. Si el chelista me enseñó la diferencia entre compañía y afecto; con el ilustrador aprendi que podemos prescindir de las personas sin sentir una pérdida, porque en un chasquido regresan a su estado previo al primer encuentro. Y no pasa nada.
Capítulo 2


El Ilustrador