Me gusta como frunce el ceño cuando toca el chelo. Probablemente es una de las cosas que más me gusta de él. Es, de hecho, de las pocas cosas que me gustan de él. Sucede con el chelista que es una persona complicada. No compleja, complicada. Como un laberinto donde muchas veces se llega a una encrucijada y elegir el camino correcto resulta fatigante. Pero le quiero. Tal vez le quiero por ser el primero de todos y uno siempre respeta eso. Tal vez le quiero por esta manía mía de querer acoger a personas a quienes encuentro en algún estado de vulnerabilidad. Tal vez no le quiero, pero está ahí. De vez en cuando me llega un mensaje suyo al celular invitándome a culear. Yo siempre le digo que sí, pero él suele retractarse cinco mensajes más adelante. Dice que no se siente listo, que es inseguro, que no se gusta a si mismo. A ese juego muy suyo también me acostumbré, siempre un juego de reglas inamovibles. No me gusta hablar con él porque tiende a desaparecer. Cómo si se hubiera acostumbrado a manejar el vacío sin incomodidad y con indiferencia (dos palabras que demoré en apropiarme). No fue sino hasta tiempo después de conocerlo que entendí que su indiferencia no era hacia mi, sino hacia la vida misma. Nuestro encuentro, en todo caso, fue una táctica inútil para aplacar la soledad. A veces deseaba pegarme una partitura en la frente, con la esperanza de que me viera con la misma intensidad: frunciendo el ceño y reduciendo el universo a una hoja de papel. Han pasado cuatro meses desde la última vez que lo vi y sospecho que pasará algún tiempo más para volver a verlo. No me interesa realmente verlo pero ¿Cómo alejarme de él en un espacio que carece de distancias?

Lo conocí en Tinder, fue la primera persona que me dio un Super Like, eso significa que le interesé lo suficiente como para que se arriesgara a que yo recibiera una notificación indicándolo, cómo alguien gritando desde el otro lado de la calle “¡HEY, ME GUSTAS!”. Yo fui recíproco y le di un Like, como si le respondiera con una sonrisa desde la acera contraria. Esto generó el match necesario para empezar a conversar. Por alguna razón sintió la necesidad de mencionar a las personas que conocíamos en común (otra categoría de extraños), solo para descubrir más tarde que algunas de esas personas no le caían muy bien. Fue una conversación larga (por lo menos más larga que las anteriormente sostenidas con otros usuarios), donde claramente expuso que su vida gira en torno a un instrumento musical de madera de setenta y cinco centímetros de altura. Y eso, en principio, me resultó fascinante. Haciendo memoria, caigo en cuenta que no habían pasado ni dos semanas de mi ruptura con el escapista cuando conocí al chelista. Tenía el corazón roto y había tomado una actitud proactiva en la cuál busqué decir sí a todas aquellas situaciones en donde antes hubiera regresado la mirada a mi ex pareja, para luego negar con la cabeza. Por supuesto que esa actitud proactiva no me trajo nada bueno en ese estado, lo peor fue una reacción alérgica en ambos brazos causada por unos tatuajes temporales (pero esa es otra historia).

La primera vez que vi al chelista fue en el museo Nahim Isaias, en el centro de la ciudad. Me invitó a un festival de coros donde él participaba junto a una orquesta de cámara. Él no sabia que iría, me había avisado la noche anterior pero jamás le confirmé. Razón por la cual decidí sentarme en la última fila y observarlo a la distancia. Y sí, era él. Irónicamente aquella noche casi no tocó el chelo, sino que estaba a cargo de la percusión y marcaba el tempo con un tambor gigante. De música se muy poco, pero me gustó estar ahí, enfrentándome al azar y estrenando mi recién adquirida y apolillada libertad. Al finalizar el concierto caminé hasta la esquina, compré un cigarrillo y regresé a sentarme en los escalones del museo. Tenía miedo de acercarme y saludarlo, o más bien no tenia la mínima idea de como hacerlo. Pero él me reconoció, se acercó a mí, preguntó si era aquel extraño que había conocido unos días antes y me invitó a Sweet and Coffee junto a dos amigas más. La pasamos bien, conversamos, nos reímos entre todos, me dejo cargar su chelo (cosa que, según él, rara vez pasa) y por un momento caí en la ilusión de que las relaciones humanas no son tan difíciles. A partir de entonces nos volvimos a ver varias veces. La segunda vez dimos un paseo por el puerto Santa Ana y fue la primera ocasión en que sentí el deseo de besarlo, pero no sucedió, por eso dudo que haya sido un deseo sincero. Pasamos toda la tarde hablando de cada uno y ya desde entonces empece a percibir cierto abismo, pero no le di importancia. Tambien recuerdo que mencionó al actor. Yo, por mi parte, solo podía hablar de mi ruptura. Un escenario patético. En otra ocasión me invitó a un ensayo de otra orquesta en la que toca. Hace unas semanas me confesó que lo hizo porque sabía que me iba a gustar. Cuando el chelista toca su mirada cambia, sus ojos se entrecierran ligeramente, su cuerpo se fortalece, su mano se libera, su esencia se potencia. Se vuelve otra persona, una persona segura de sí misma y de lo que sabe. Con su mano domina el mundo a través de su instrumento. Pero tan pronto suelta el arco y guarda el chelo, su mirada vuelve a perderse en la nada y sus pensamientos se difuminan en el espacio. No podríamos conversar de nada. Un día me dijo que sufre ataques de ansiedad. Yo, que en mi pequeño repertorio he compartido afectos con disque depresivos, disque obsesivos y disque suicidas, solo hice lo mejor que se hacer: resistir. Nuestra relación se basaba en hacernos compañía, de esta manera nos encontrábamos cruzando juntos la ciudad, de norte a sur o de su casa a su lugar de ensayos. Pero nunca pasó nada. Nunca llegamos a ser más que dos cuerpos compartiendo un espacio, un taxi, un par de asientos en la Metrovía. Es más, nunca supe que quería de mi. Pero yo tampoco sabía que quería de él. Y hasta ahora lo sabemos. Pero estamos ahí.

La última vez que lo vi, lo acompañé hasta un conservatorio al norte de la ciudad y después fuimos al Mall del Sol. Aborrezco los centros comerciales, pero él insistió. Yo quise tomarme un café junto a un muffin de chocolate. Él quería beber té, pero en el local no tenían cambio así que solo se sentó a esperar a que yo comiera. Para nuestra mala suerte, él recordó que frente a donde estábamos trabaja un familiar suyo. Se puso nervioso, empezó a revisar su celular y se quedó ahí, en silencio. Fueron largos minutos de tensión en donde hubiera preferido estar completamente solo y disfrutar de mi comida. Le dije que se vaya si aquello lo haría sentir mejor. Él se ofendió, pero yo había llegado al límite de mi paciencia y no entendía como alguien podía estar físicamente presente y sentirse tan distante. Bebí el último sorbo de mi café y le dije que nos vayamos. Tomé la Metrovía camino a casa, pensando en lo cansado que es discutir con una persona que no merece mi afecto. Desde ese día dejé de responder sus mensajes y él dejó de escribir. Creí que todo quedaría ahí y lo tomé como una lección importante: No todos estamos hechos para todos, nadie es imprescindible, hay más personas por conocer. Dos semanas después, en Halloween, recibí una foto suya disfrazado del Guasón. Yo, que estaba ebrio, confundido y empoderado, le envié una foto completamente desnudo. Mi mensaje fue claro (creo) y desde entonces abrimos la brecha de la sexualidad. Un sexo virtual e hipotético, acompañado de frases vacías como “te extraño” o “cuando nos vemos” o “¿Qué haces?” o “ven a mi casa” o “linda verga”. Pero cuatro meses después de eso ni lo extraño, ni quiero verlo, ni me interesa que hace, ni viene a mi casa, ni nada. Conversamos de vez en cuando, pero siempre llegamos a un punto en donde dejamos de responder sin razón aparente. A estas alturas yo estoy acostumbrado a sus cambios de humor inesperados, a su indiferencia, a su permanente malestar y a sus largos silencios. Pero son silencios indoloros, incoloros e insípidos, que sostengo en mi afán de algún día ser más que un extraño. Porque creo que le quiero. Pero hasta la paciencia virtual se agota.

Capítulo 1


El chelista