Lo conocí gracias a su madre, Alexandra, quien le dio un “Me gusta” a un comentario que hice en una publicación en Facebook de Teleamazonas en defensa de una pareja homosexual que luchaba por la paternidad legal de una niña engendrada en un vientre de alquiler. Me llamó la atención la foto del perfil de ella: Álvaro, su hijo, quien lucía de mi edad y exhibía su torso desnudo, con ese color de piel que tanto me gusta, un dorado rojizo que señala su cercanía permanente con el mar. Tentado por la libertad anónima me animé a recorrer una tras otra las fotos de esta mujer. Madre de tres hermosos hijos, de alma joven y con una amplia sonrisa, una sonrisa que también encuentro en Álvaro. Sospecho que es divorciada, no encuentro datos ni fotos que me digan lo contrario. Siempre es ella y sus hijos, pero sobre todo Álvaro. Él siempre está ahí. Resulta que tenemos dos amigos en común en la red social, incluyendo mi antiguo colegio ¿Será que conozco a esta mujer? Busco localizarla en algún recuerdo suelto en mi cabeza, una reunión o tal vez en la oficina de pagos, tal vez le cedí mi lugar en la fila o conversamos sobre el profesor de inglés. No la encuentro. Empiezo a deslizar mis dedos por el mousepad y me topo con sus recuerdos, hace unas semanas tuvo una reunión con unos amigos y en febrero de hace un año se graduó su hija Maria Paz. Quizá a ella si la ubico, pero solo veo nombres y nunca el apellido ¿Cómo localizarla? ¿Cómo localizarlo a él? Por cierto, se los ve muy contentos en la foto, realmente felices. Dos clics más allá empieza la culpa, me miro a mi mismo como una amenaza en potencia y me apresuro a encontrarlo a él, la razón por la que llegué al perfil de esta mujer. Pero no lo encuentro. Solo encuentro sus fotos, su nariz perfilada hacía el océano, su espalda ancha, sus brazos grandes rodeando a sus hermanos. Me golpeo contra la pantalla y sus límites, pero no me bajo del barco y continuo la odisea entre los comentarios amorosos y las imágenes sueltas con mensajes positivos. Su sonrisa rodeada por unos labios rosados y carnosos me anuncian que guarda un secreto. Sinceramente, no continuara este viaje si no fuera por las palabras de Alexandra: lo describe como un hombre especial, un chef, un artista loco, un admirador del mar (su mar), en pocas palabras, un chico sensible. Mi radar se enciende y me entran las dudas y la vergüenza, como una quinceañera obsesionada con algún ídolo pop. Son dudas que a los hombres que gustan de otros hombres nos martirizan a todo hora, frente a cada encuentro, frente al miedo inminente al rechazo. Esa noche decidí dejarlo ahí, tal vez por el escenario patético en el cual me había sumergido. Era tarde y me había dedicado al oficio del acoso una noche entera. Pero al día siguiente regresé, armado con el deseo y la curiosidad palpitante en mis dedos. Con decisión fui bajando por su timeline, enfrentando a cientos de publicaciones aleatorias. Una foto de su gato blanco. Una memoria navideña. Una imagen que rezaba “Hoy todos somos Venezuela”. Una captura de ella, junto a Álvaro, abrazados frente a un mar cuyas olas se rompen al llegar a la orilla. Me he percatado de algo, empiezo a leer entre líneas y me descarrilo. Bajo aceleradamente a través de una avalancha de información y entonces lo encuentro. Sí, por fin lo he encontrado. Lo etiquetó en una publicación hecha el 8 de Mayo del 2015. El 8 de mayo es el día del cumpleaños de mi hermano, del hermano de la novia de mi hermano y de la China Vargas. También es el día en que murió Alvaro Andrés, debido a una leucemia desarrollada desde el mes de Febrero a raíz de una destrucción de su médula ósea. Leer las palabras de su madre, devastada pero parada frente a la situación, me quebró en un puñado de piezas húmedas. Y me sentí confundido, en mitad de un desierto digital, donde el tiempo no existe y donde un hijo muerto reside por toda la eternidad. Al igual que su juventud y su belleza. En un último acto de invasión ingresé a su perfil. No era privado. Tenía una docena de fotos y estaba ahí su última publicación, una reflexión sobre los logros, el tiempo y la dedicación. Su timeline reafirmaba todo lo que su madre publicaba. Él era, efectivamente, un chico sensible. También corroboré que su belleza era digna de admirar y que no fui el único que se topó con él, aunque probablemente todos ellos y ellas tuvieron la oportunidad de verlo con vida. Sí, mujeres y hombres comentaban sobre su atractivo, no había más que libertad y paz donde habitaba él. Incluso me topé a un par de conocidos, porque nuestra ciudad es pequeña y la belleza es poca. Pero no, no la belleza de afuera, no la belleza de un torso desnudo en una foto, sino aquella que me transmitió las palabras de su madre. Aun visito el perfil de Álvaro, de vez en cuando, tratando de averiguar que me quiere decir su sonrisa. Tal vez su madre lo sabe. Tal vez no. Tal vez solo es un invento mío.
Capítulo 0


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